Escuchar música española en un auditorio o en una sala de conciertos de nuestro país es más difícil que pegarse un garbeo por Gotham City e irse de cañas con Batman y Robin. Lo digo muy en serio. Descubrir las razones por las que los programadores de nuestro país tienen esa especial animadversión hacia la música española, ojeriza diría con más propiedad, es más complicado que las cinco vías de Santo Tomás de Aquino para demostrar la existencia de Dios.
Falla, Albéniz, Turina, Granados, Rodrigo, sólo por citar a los grandes, se programan muy poco. En alguna celebración patria y poco más. Eso sí, de vez en cuando nos llevamos una sorpresa morrocotuda cuando alguna orquesta internacional de relumbrón, en gira por nuestro país, lleva en atril obras de compositores españoles.
La música barroca española tiene mejor suerte, pero tampoco os creáis. Existe un buen número de formaciones dedicadas a ella, pero por desgracia carecen del impacto mediático y obviamente, a excepción de algunos nombres, es nula su presencia en los grandes auditorios. En el mejor de los casos, estas formaciones se ven relegadas a pequeños ciclos de cámara y festivales especializados. Menos da una piedra, pero con esto de la crisis y los recortes es muy probable que incluso se queden sin piedras.
La peor parte del pastel se la llevan los compositores españoles vivos. En realidad deberíamos hablar de compositores vivos en general, sean españoles o melanesios. De todos ellos se huye como de Freddy Krueger, y tampoco sé el por qué. Su reiterada ausencia convierte a las programaciones de los auditorios en una especie de apología de la música decimonónica centroeuropea o necrópolis de grandes compositores. Ya sé que es el gran repertorio y que están las preferencias del público que con sólo oír la palabra atonalidad es capaz de dejar la sala más vacía que el desierto de Kalahari. Pero mal vamos si no nos familiarizamos con las estéticas musicales coetáneas, con la música de nuestro siglo. Si no invertimos la dinámica nunca dejaremos de alimentar una cultura necrófila. Claro que los muertos no opinan, por tanto no molestan, y por ello el poder los prefiere a los vivos cuando no tiene a ningún mudo coleante con quién dejarse ver en la feria de las vanidades.
El Palau de la Música de Valencia, dentro de su abono de primavera, ha programado en las últimas semanas obras de dos compositores valencianos vivos: José Evangelista y Andrés Valero- Castells, ambos con importantes reconocimientos internacionales. Aleluya siempre por la intención o la coincidencia. De José Evangelista, profesor de música en la Universidad de Montreal y compositor residente en diferentes instituciones internacionales como la Academia de Música Indonesia de Yakarta, la Orquesta de Valencia interpretó su Concerto con brio para cuartet de orquesta de cuerdas, una bellísima partitura inspirada en los concerti grossi de Vivaldi. De Valero- Castells, un joven compositor valenciano que ya ha estrenado varias obras en este mismo auditorio, se programó su Concert Valencià per a clarinet i orquestra para el que se contó con la soberbia interpretación del solista José Franch- Ballester, a quién está dedicada la partitura.
Quiero detenerme en la obra de Valero-Castells porque aquí encontramos un elemento más para el debate venido de la reacción del público. El Concert Valencià es una espléndida partitura, rica de matices y colores, con una brillante orquestación y que requiere de un solista virtuoso como Franch- Ballester. Además, se inspira en melodías populares valenciana como Per la flor del lliri blau y el Bolero de l’Alcúdia. Para el tercer movimiento, Cròniques de la Pobla, Valero-Castells ha utilizado la emblemática canción Tio Canya, de Vicent Torrent, que desde la Transición viene popularizando Al Tall. Una canción que ya es icono y patrimonio del pueblo valenciano en las reivindicaciones por su lengua y su cultura. Y aquí viene el problema. El concierto, a pesar de ser muy aplaudido y reconocido –auguro que se programará más veces- no fue considerado por alguna que otra voz reputada simplemente por utilizar una canción como Tio Canya. La polonesa en Chopin está muy, pero Tio Canya en Valero-Castells es censurable. ¡Qué estupidez!
Admito el proceloso mundo del gusto e incluso las lecturas ideológicas siempre que se hagan desde el respeto al otro, pero no acepto las posturas intransigentes hacia lo autóctono de ciertos mal llamados intelectuales que no hacen sino evidenciar su propia incultura. Por mucho que vistamos a un paleto de Dolce & Galbana, paleto se queda. Os lo aseguro. Este es un problema más allá de izquierdas y derechas que manifiesta el complejo de la mediocridad intelectual de nuestra clase media, en la cual me incluyo. Ya sabéis aquello de que “lo que natura non da Salamanca non presta”. Pero con cultura y educación la naturaleza y Salamanca ceden. Seguro. Lo malo es que ahora con tanto recorte presupuestario el paletismo no lo vamos a poder disimular ni con toneladas de Tintanlux.
Mal vamos si no luchamos contra los paletos y no apoyamos lo nuestro. Aquí entramos todos, políticos, intelectuales, artistas, escritores, programadores, empresarios, gestores, intérpretes y público. Si somos capaces de quitarnos nuestros complejos de inferioridad con el Gran Premio Valencia de Fórmula 1, America’s Cup, Volvo Ocean Race, Exposiciones Internacionales en el IVAM, Festivales Internacionales de Cine, también debemos ser capaces de reivindicar nuestra cultura y nuestro patrimonio autóctono. Mal vamos siendo una sociedad necrófila y necrófaga, analfabeta de sí misma, y que encima da cancha a los necios.
Publicado en 360gradospress. Junio 2011
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