Yo vengo de un tiempo en el que casi todo pasaba en el
balcón. La casa del mis padres en la que transcurrió mi infancia tenía un
balcón lleno de geranios que daba sobre la plaza de Sant Bult, en pleno corazón
de la ciudad de Valencia. Desde allí, y sobre todo en verano cuando salíamos a
tomar la fresca, veíamos pasar la vida protegidos por una persiana, porque las
persianas siempre han protegido de alguna cosa más que del sol. Lo mismo hacían
todos los vecinos en esa época sin aire acondicionado y en la que la realidad
era de carne y hueso, no catódica. El balcón era una atalaya privilegiada desde
la que se veía como fulano, que vivía al lado, había prosperado o como a zutano la suerte le
había abandonado. Me produce mucha tristeza pensar que la televisión ha
sustituido en la observación vital a a los balcones y ventanas y como ésta se ha hecho tan zafia.
Al leer la última novela de Luis Landero, El balcón en
invierno, he recordado el balcón de mi infancia y de mis anhelos. Por edad y contexto me ha sido fácil identificarme
con lo que narra esta novela. Yo vengo de una familia trabajadora y humilde muy similar a la de Luis Landero. Una
familia urbana con hondas raíces rurales que perdió la guerra y en la que se nos
instaba a hacernos personas de provecho como llave del ascenso social. Familias
capaces de sacrificar lo indecible por sus hijos. Igual da el barrio de Prosperidad
en Madrid con una familia de emigrantes extremeños en los años sesenta que otra
de Poble Nou en Barcelona con emigrantes aragoneses o del barrio de Orriols en
Valencia con manchegos, incluso mi
propia familia sin emigrantes pero de humildes urbanos. Las historias son universales. Me duele que
cierto desarrollismo haya hecho desmemoriadas a muchas personas con sus orígenes como si haber sido pobre
fuese una vergüenza. El que se niega a sí mismo es capaz de terribles
villanías.
Desde su balcón Luis Landero ha compuesto una de las novelas
más bellas y profundas de los últimos años. Una novela autobiográfica que va
más allá del viaje interior, del ajuste de cuentas con el padre para acabar haciéndole
desde la comprensión un homenaje sentimental. Retrato del éxodo rural, de la
época delos Planes del Desarrollo franquistas, pero desde la introspección y la
emoción. Novela de memoria y sentimientos a flor de piel que se convierte en
una profunda reflexión sobre la literatura y el hecho de escribir como fijación
del recuerdo en negro sobre blanco.
El balcón en invierno,
lejos del neorrealismo –los años sesenta sólo han aflorado así-, me ha evocado una
poética, con perdón de los que no opinen lo mismo, muy próxima la Mamma
Roma de Pasolini o Los chicos de Marco Ferreri, y no sólo por la época, sino por la fuerza que
encierra. Landero con una tremenda
sencillez abre emociones con cada palabra, con la enumeración como registro, y
confiere al texto una bellísima musicalidad poética. Instantáneas vitales de una gran potencia
emocional. Son muchos los pasajes que destacaría al respecto, pero si tuviera que quedarme con uno,
elegiría el de la visita al hospital momentos antes de la muerte del padre y su continuación con la promesa o propósito de futuro del hijo ante
el féretro durante el velatorio.
He de confesar que hasta ahora no he sido un lector impenitente
de Luis Landero. Me había gustado su primera novela, Juegos
de la edad tardía, aunque Caballeros de fortuna me gustó menos. Tras
un largo paréntesis volví con Retrato de
un hombre inmaduro. Pero siempre vi en su
literatura una gran coherencia en la que no andaban muy lejos los clásicos. El
balcón en invierno me ha invitado a leer
toda su obra. El invierno es largo y necesito un balcón que me abra a la
vida, porque como dice Landero al fin de esta novela, “en cada instante, en
cada frase, en cada suspiro, en cada pequeño acontecer, lo trivial y lo
misterioso van en partes iguales. Eso es todo y no hay más que contar. Un grano
de alegría, un mar de olvido”.
Publicado en 360gradospress. nº381
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