Veles i Vent (Valencia). David Chipperfield & Fermín Vázquez, 2006
El pasado uno de octubre se celebró el Día Mundial de la Arquitectura bajo el lema El arquitecto, agente transformador de la ciudad. La costumbre de dedicar un día a una causa no me parece bien ni mal. He de confesar que es algo que me deja totalmente indiferente, aunque reconozco que, al menos ese día, se habla de ella en los medios de comunicación, y ya es algo.
Para hablar de arquitectura no hace esperar a la celebración de su día mundial, porque desgraciadamente se habla mal de ella con muchísima frecuencia, incluso en las conversaciones familiares cotidianas. Sólo por poner unos ejemplos de lo publicado en prensa recientemente tenemos los improperios de Esperanza Aguirre contra los arquitectos, las ya clásicas críticas a la obra de Santiago Calatrava y sus elevadas facturas, las casas del lujo de Joaquín Torres, eso por no hablar de la crisis que vive la construcción y los cientos de arquitectos que han tenido que cerrar sus estudios o emigrar a otras latitudes. Se habla mal y mucho, diría que demasiado, y se reflexiona poco, casi nada. Pero es lo que hay.
Con motivo del día mundial de la arquitectura se han publicado muchos artículos de diferente pelaje. De todos los que he leído destaco el del arquitecto valenciano Alberto Peñín, publicado en Levante-EMV, el pasado 30 de octubre, que delibera sobre la buena o mala arquitectura. Y eso que bueno y malo son conceptos que personalmente no me gustan nada. Siempre están impregnados por el gusto, y éste, sea social o personal, es equívoco ya que hace que se valore una cosa olvidando los criterios objetivos, que siempre los hay.
Nuestra condición de ciudadanos nos permite opinar, y eso está muy bien. Pero con demasiada frecuencia nos metemos en camisas de once varas emitiendo juicios de valor, casi siempre negativos, careciendo del mínimo conocimiento capaz de hacernos traspasar nuestra simple y llana condición de espectadores. Sólo por alimentar nuestro ego y dárnoslas de lo que no somos condenamos con extrema ligereza edificios, libros, películas, cuadros o composiciones musicales. Si entramos en cuestiones históricas o filológicas aún lo complicamos más, porque sacamos todo el sociocentrismo que hay en nuestro interior. En esto los valencianos vamos sobrados. Cualquiera puede opinar de lengua, cambiar los hechos y símbolos históricos según su conveniencia, para defenderlo todo con la vehemencia que da la visceralidad y la osadía de la ignorancia. Según esta premisa, a este lado del Mediterráneo tenemos el mayor índice de historiadores y filólogos por metro cuadrado. A la primera de cambio, cualquiera se puede convertir en historiador o filólogo sin serlo y discutir, contradecir o ridiculizar a la autoridad académica más competente sólo por el mero hecho de llevar la contraria. Atrevidos somos un rato. Utilizo la primera persona del plural para no excluirme del grupo, pero en todos los sitios cuecen habas.
En su artículo Alberto Peñín hace un censo de edificios de la ciudad de Valencia sin sustraer la subjetividad, y eso se agradece. No obstante, lo que más me ha interesado de su contenido es como transmite unos mínimos criterios objetivos para establecer un juicio arquitectónico, siempre con carácter relativo. Criterios que podemos aplicar a cualquier valoración artística. Estos van desde la función e interés del edificio a su vinculación al entorno, sin olvidar su racionalidad constructiva o su expresión formal y la distancia que pueda haber entre nuestro gusto y el del arquitecto. No hay que olvidar que si se acepta un arquitecto concreto, debemos aceptar de antemano su personalidad, su manera de hacer o sus gustos. Si se ha elegido a Frank Gehry o Rafael Moneo, se deben aceptar las consecuencias de la elección. Esto es básico. Reconozco que la arquitectura tiene mucho de servicio público, pero la reflexión siempre evita la maledicencia. Los criterios de Peñín ayudan al más lego. Vaya si ayudan.
Publicado en www.360gradospress.com 05.10.2012
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