La mujer loca, la última novela de Juan José Millás, sin convertirse en un éxito de ventas arrollador conserva, desde hace unas cuantas semanas, una posición privilegiada en las listas de los libros más vendidos en nuestro país, y eso que todavía no ha llegado la Feria del Libro de Madrid, donde se le augura el mismo éxito que en las recientes ediciones de la Fira del Llibre de València y el Sant Jordi de Barcelona.
Me sorprende para bien, aunque Millás tiene sus lectores incondicionales, que una novela tan particular como ésta esté por encima de los best-sellers al uso y las incursiones literarias de los presentadores de televisión metidos a escritores o con nombre alquilado a sellos editoriales, que a fin de cuentas es lo mismo. La mujer loca es un interesante juego sobre los límites de la realidad y la ficción. Una exploración sobre el género narrativo lleno de agudeza e ingenio. Una reflexión sobre el yo y su desdoblamiento, del juego filológico y de los campos semánticos. En definitiva, el clásico ser y parecer sobre el que fundamos nuestra existencia. Por ello me congratula que un gran número de lectores de este país prefiera una novela como ésta, tan compleja, irónica y exquisitamente escrita.
Me gusta Millás. Me gusta La mujer loca, aunque esté cansado de tanta metaliteratura autoreferenciable. Es como si de un tiempo a esta parte la galaxia libresca hispana estuviera azotada por la maldición de Moctezuma en versión plagio de Enrique Vila-Matas. No lo digo por Millás, porque en esta novela es fiel a su marca de la casa, sino por la gran cantidad de metavilamatianos y ultramillasistas de baja estofa que nos rodea. Algunos críticos literarios con anteojeras parecen no querer enterarse de que el surimi y la langosta no son lo mismo. ¡Qué pesados con la transgresión de los esquemas de la novela clásica! Afortunadamente ni Galdós, ni Dickens, ni Zola ni Tolstoi están superados. Pensar lo contrario es una soberana estupidez. En literatura caben muchos mundos y todos son válidos, si son buenos. Digo.
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