A lo largo de mi vida he vivido varias búsquedas
esperpénticas de huesos ilustres. A principios de los noventa, cuando trabajaba
en el magazine de la mañana de la aniquilada radio pública valenciana, cubrimos
e incluso abrimos una sección fija a la increíble búsqueda de los huesos de Luis de Santángel, el converso
valenciano que sufragó parte de la expedición de Cristóbal Colón en el descubrimiento de América. Aquello fue digno
del país de Trapisonda y contó con la participación de un adinerado matrimonio de
judíos norteamericanos, la desquiciada concejala de cultura del Ayuntamiento de Valencia, en aquellos
años en manos de una desaforada Unió
Valenciana, y unos cuantos ofrendantes más de rancias glorias regionalistas.
Bien es cierto, que en aquellos años y desde aquella enloquecida concejalía
valenciana, igual se buscaban los restos de Luis de Santángel que la pata de
una mesa de estilo pompeyano que perteneció a Vicente Blasco Ibañez. Lo de la pata tuvo bemoles.
Por aquellos años también viví los embrollos de la tumba de
un benefactor de la Cartuja de Vall de
Crist, en Altura (Castellón), en la que aparecieron tres fémures tres. Esto
trajo menos cola que lo de Santángel y
no trascendió a la prensa, aunque algún que otro chistoso hizo comentarios
sobre la posible existencia de un fabuloso pene calcificado. Más suerte mediática tuvo el caso los
colmillos que desde Argentina envió un anciano a la entonces alcaldesa de
Segorbe (Castellón), Olga Raro, pidiéndole que los enterrará
en la tumba de sus padres, ya que no
podía regresar a su pueblo para morir, como hubiera sido su deseo, al
encontrarse muy enfermo y sin dinero. Pero lo que podría haber sido un drama de
emigrantes digno de ser cantado por Juanito
Valderrama, se convirtió de pronto en un tremebundo culebrón familiar con
sorna de cháchara mediterránea. Estos colmillos sacaron a luz una historia de
adulterio y bigamia oculta durante años, porque la familia del anciano siempre
contó a sus vecinos que éste había muerto en Argentina hacía años y que por eso
habían regresado su viuda y sus hijos tristes y llorosos al pueblo. Se creyó, pues, que era más respetable y digno de conmiseración crear una falsa viuda
que una cornuda objeto de burlas. Pero los colmillos resucitaron al muerto y
cambiaron los lutos por una historia negra.
Estos días el sainete de la búsqueda de los huesos de Miguel de Cervantes en la cripta del
convento de San Idelfonso de Madrid llena las páginas de los periódicos. Un
encargo de la Sociedad Científica
Aranzadi con una aportación de 50.000€ del Ayuntamiento de Madrid y otros 12.000€ que ya se aportaron en una
fase prospectiva. Esta búsqueda, aparte
de tener mareadas a las monjas trinitarias, me ha hecho recordar las otras pesquisas
óseas que viví más o menos en primera personas y relacionarlas todas entre sí con mucho humor,
sobre todo porque las referencias para localizar los huesos de Don Miguel se basan
en una calavera con solo seis dientes –igual entre estos hay un colmillo-, los
impactos de los arcabuzazos que recibió en el pecho y en el brazo izquierdo el
ilustre manco de Lepanto, y unos tobillos robustos resultado de la hidropesía
que padecía. De fémures nadie ha dicho
nada por el momento, pero ya sabéis cómo se las gasta este hueso para multiplicarse.
Siempre me he preguntado el porqué de este empeño quimérico de
las administraciones públicas en invertir importantes sumas de dinero público con este tipo de hazañas desatinadas. Nunca me contesto. Con las entidades
privadas no me meto. Cada cual se gasta el dinero en lo que quiere o puede. Pero estas desquiciadas historias óseas acaban sin conseguir sus objetivos, porque ni
la búsqueda de los restos de Luís de Santángel hizo que este judío converso
ocupara un lugar de mayor relevancia en la historia del descubrimiento de
América, ni los tres fémures del protector de la Cartuja de Vall de Crist
libraron a este conjunto histórico-artístico tan sobresaliente de su posterior abandono, ni el entierro de los colmillos en Segorbe
palió los problemas de una familia rota por la emigración y el fracaso.
Con los huesos de Cervantes va a pasar lo mismo. Por muchos
huesos que se localicen no se va a leer más El
Quijote. Encima, me apuesto una comida a que entre los buscahuesos que trabajan en la cripta de las
trinitarias hay más de uno que no ha
leído el gran libro cervantino ni piensa leerlo. ¿Por qué las administraciones
públicas no dejan de subvencionar insensateces tan supinas? Si tienen ganas de huesos que ayuden a los
colectivos de la Memoria Histórica a localizar las fosas de
los miles de ciudadanos de este país que fueron asesinados durante la Guerra Civil
y la represión franquista. Cervantes no tiene hijas ni nietas a las que durante
décadas les han prohibido llorar y honrar
la memoria de sus padres y abuelos asesinados, los muertos de las fosas sí.
Pero en este país somos dados a la bulla irrazonable y eso nos pierde. Yo invitaría a este atajo de empecinados sabuesos a que abandonen las
pesquisas óseas y cambien los huesos de Cervantes por la lectura
de El Quijote, no para que se
identifiquen con Alonso Quijano, que
también estaría muy bien, sino para que
les salte a las narices el pragmatismo de Sancho
Panza, que falta les hace. Leyendo a Cervantes aprenderán qué es eso de la pureza de sangre y
comprenderán a Luis de Santángel; se reirán a carcajadas con historias que bien
podrían ser de fémures y colmillos, y respetarán el dolor de las familias y la memoria de los muertos. Todo
ello y más cosas en un sólo libro. No se honra mejor a un escritor que leyendo
su obra, y la de Cervantes es muy valiosa.
Publicado en 360gradospress 20 febrero 2015
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